
Aquellos polvorones eran blancos y el papel que los envolvía era casi de seda como mi alma de niño. Los religiosos tenían carisma y te lo enseñaban todo. Mi primer amor fue de terciopelo con aroma de alga y limón. A 40º centígrados en la cercanía. Mis ropas preferidas olían al jabón de heno de mi abuela. Gocé la lana inglesa, la pana y me aburrí de los vaqueros, aún así mis pies livianos volaban entre sueños, y me envolvía en perfumes de tabaco, chocolate, y canela; dándole rienda suelta a mi creatividad. Me chiflaba el olor de mi cuerpo, aprendiendo el primero de mis narcisismos, hasta que cambié su sabor por el de la pasión que me arrebataba una piel oscura, con textura de cebo transparente y sudor caribeño de cálices, vainillas, más residuos trasnochados de martinis y cócteles de adolescentes, y así conocí el dolor que produce el cruel olvido del puñal de la frivolidad. Entre dolores y pinchazos de alfileres de días llenos de vértigo y responsabilidad, me adentré en el camino de los que no ríen, de los que ensayan rictus hechos de trenzas retorcidas con las hojas secas de la desilusión, los deseos frustrados, y una energía acumulada, que no terminaba de encontrar la salida, y entre explosiones de agresividad e histéricas demostraciones de insatisfacción, encontré mi carácter, mezcla de un volcánico temperamento y la suavidad de disciplinas impuestas a mi mismo. Así surgió poco a poco el distintivo de mi alma elitista,y a la vez, con rasgos de bondadosa capa que oculta siempre lo que me causa la inseguridad. Más ahora no veo otra solución que hacer las inmersiones en busca de mi genética propias de un improvisado árbol de genealogía, lo cual calma la desesperación por reunir el puzzle de mi identidad. Todo esto te lo cuento amigo, sin presunción; solo por el hecho nada extraño de que el escribe, desea que lo lean.
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