
Está claro. Hemos cocinado, fregado, ido corriendo a la compra de medicinas y alimentos, pero lo que más me ha valido ha sido las grandes cantidades de horas para pensar. ¡Que bien se está solo/a!. Aún amando a nuestros semejantes qué bien se está sin comentar con el vecino/a, lo cambiante que se presenta el tiempo, y sin entrar en el marujeo diario que ahora rechina de dientes al no poder mencionar lo de «la paja en el ojo ajeno» de los días vacíos e inútiles. El confinamiento ha sido como una casa convertida en templo. De acuerdo que amamos el trabajo del pan de cada día, pero que bien se está con la mascarilla puesta, libre de virus y de violaciones de la zona íntima. Que limpia y maravillosa es la distancia de metro y medio sin viento y de ocho con viento. Se nos sitúan en la distancia los falsos, los toquetones, los pendencieros, los sosos, los pedigüeños, porque los educados, los respetuosos, los amorosos, los deliciosos, esos, nunca molestan, más, lo que pasa es que están escasos en número. Le hemos pedido a Dios un alma para que acompañe en el camino, pero Él no manda nada, porque sabe que nada hay. Cuando nos quiere mucho nos mantiene aislados, no sea que se interrumpa nuestro equilibrio físico y psíquico y se nos apague la luz de la vida. ¡Déjalos quietitos ahí! Que no se exciten y vengan en contra. Tener la habilidad de no «soliviantar a los soliviantados! Como decía mi abuela, si nos dieran una peseta cada vez que metemos la pata, ya todos seríamos ricos. ¡Déjalos ahí quietitos y que Dios los guarde!, pero que guarden también y por favor, la distancia de seguridad ahora y siempre, gracias.
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