
Corría calle abajo, aferrado a la vida. Su vida mediocre, corriente. Un trabajo, una jubilación, su familia…Todo normal. Muchos dirían que era una buena persona. Siempre ocupado en el bricolage, reunido ante el humo de su barbacoa, solamente con amigos nuevos, los viejos conocidos se habían esfumado, efímeros como él, pues no echaron raíces en las superficiales relaciones. Cordial, saludaba en las plazas y supermercados, todos dirían que era alegre y comunicativo, pero secretamente llevaba una estela de mezquindades, denuncias, mediocre competitividad y avaricia. Corría calle abajo, como un atleta, a pesar de su edad. Henchido, fanfarroneaba de los pequeños logros obtenidos por él y sus vástagos, los aumentaba y continuamente se miraba el ombligo, alimentando un universo lleno de egoísmos particulares. Pero un día los cielos se enfadaron con él y le sobrevino una inmovilidad que de manera aleatoria, sin causa aparente, se adueñó de él y de su todavía fuerte musculatura, y todo ello le invitó a pensar. Su alma entró en reseteo, clamó a Dios en medio de su dolor, pero no se abrió ninguna puerta. No había remedio para él. Parecía haber entrado en el túnel de la llamada, sólo que al final no veía ninguna luz. Todavía tenía la esperanza del perdón, ese momento sublime que todos tenemos al partir…
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