
La desconfianza es mi preocupación de cada día. Recuerdo una tarde otoñal y lluviosa, cuando yo caminaba atravesando el puente Galcerán, para comprarle a un miembro de mi familia, que le dolía la garganta, unos supositorios. Allí en la Plaza de los Patos en Santa Cruz de Tenerife, había una farmacia, puede ser que siga allí, no he ido a comprobarlo. Un señor muy amable me preguntó: ¿que desea? Estoy hablando de aproximadamente 40 años atrás. Fui sin receta, y le pedía al farmacéutico unos simples supositorios. Se llamaban «Rectamigdol» y su fórmula era «Canfocarbonato de Bismuto». En casa utilizábamos muchos suposotorios Roby para facilitar «dar de cuerpo» y eran de glicerina, su frasco de cristal, esperaba en la nevera cerca de los cajetines donde mi madre ponía los huevos. El precio de la caja de Rectamigdol era de un par de duros y los Roby casi lo mismo. Por cuatro perras, defecabas a gusto, o te quitabas una infección de garganta, pues ya lo decía la palabra recta ( Por el recto) migdol (agmídalas). El farmaceútico se dirigió a mí y yo pensé que me iba a echar la bronca, pero él, con una sonrisa me dijo:- ¡usted debe ser muy inteligente! (Era la primera vez que me echaban ese piropo). Yo le dije ¡Por qué me lo dice? y él me contestó: – pues porque por muy poco dinero, usted se lleva dos de los mejores productos que tenemos en la farmacia y de los más eficaces. Cuando tenía un orzuelo pedía Óculos epitelizante y la conjuntiva sanaba el mismo día. Cuando me rozaban las bragas yo solicitaba Bálsamo Bebé y todo se me iba en un pis pas y corría y saltaba … Tenía una amiga que cuando le salían cardenales por haberse dañado algun músculo en el gimnasio, se echaba mercromina roja para disimular, no fuera que alguien creyera que eran varices. Todo era hiperbarato, todo sin receta y la verdad éramos felices. Las cistitis nos duraban media hora, pues nos tomábamos unas pildoritas amarillas que se llamaban micturol sedante. Y muchas cosas más, que ahora recuerdo pero que no vienen al caso. Lo que quiero decir es que ya no encuentras ninguno de esos productos. Ahora la farmacéutica/co, te da lo que le da la gana, pero primero te manda a pedir la receta. Te quita las ganas de vivir el saber que antes habían productos buenos baratos y solo tenías que pedirlos. Una vez cogí una infección de oídos en una piscina y me devoraba la fiebre y me dolía mucho la cabeza, tenía cuatro años de edad. Mi madre se asustó, era de noche pero tiró de teléfono y mi médico de cabecera, sin verme, mandó al practicante. Éste se parecía al cobrador del frac pero sin frac. Elegantemente vestido de negro con chaqueta, portaba un maletín de piel lleno de cachivaches. Inmediatamente me inyectó un tubo de penincilina. Solamente preguntó si yo era alérgica a la penincilina y mi madre que estaba muy asustada, dijo que no, aún sin saberlo, pues ella intuía lo peor. Me dormí quejándome y a las siete de la mañana cuando el sol salió por el postigo del pasillo, noté que mi almohada estaba inundada de un liquido amarillo verdoso que había salido de mi oído de niña y mi madre se preguntaba si todo ese líquido pegajoso había estado en mi cabecita de niña. Siempre supe que si hubiera tenido que ir a hacer cola, o no hubiera venido el practicante con la penincilina, yo hubiera muerto de septicemia esa misma noche, en medio de unos dolores insoportables. Hoy en día muere gente mientras el médico piensa si receta o no receta el antibiótico para que la jodida bacteria no se «haga resistente». Si pienso lo mal que vivimos ahora en relación a hace cuarenta años, me dan ganas de vomitar. Y eso que yo siempre he sido muy bien tratada en mi dispensario y siento mucho amor por ciertos médicos a los que alabo continuamente.
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