
El placer máximo duele, porque se presiente el inminente descenso, de ese orgasmo no sólo de la piel, es también dolor de los sentidos más vagos, el lagrimal fluye su cascada de lágrimas rebeldes, las que se manifiestan con la actividad de las frustraciones, por la pérdida de la gran pasión. Duele saber que un día perderemos la visión del horizonte obsesionante de tantas instantáneas, de flashes diarios que se incrustan en nuestras pupilas insaciables. Duele el latir imperfecto, el que más angustia, el que hace sentir la sangre reivindicativa que puja por salir, por llamar a gritos y a sabiendas que nadie la escucha. La sangre afluye cuando quiere placer, cuando impacta el desorden, cuando quiere morir concientemente. Se reitera el dolor ante el miedo a que se diluya la felicidad, ante el hallazgo del punto máximo de gloria y milagro, pues no sólo la sensualidad se traduce en conceptos, la sensualidad intuye, respira, interpreta. El dolor afluye con la pregunta: ¡Señor! ¿Después de que me hayas privado de todo esto? ¿Tienes algo mejor que la sensualidad para mí? ¿Hay arte y sensualidad en el cielo? ¿Hay algo mejor que los objetos de mi inspiración? ¡Habla! pues tú eres el pintor, eres el hacedor y el ¡culpable! Me sigues doliendo, sigo rajándome las vestiduras del primer verso, del último abrazo, de mi última obediencia hacia tí. Me dueles inmensamente, imposible de soportar…
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