
Jesús lloraba en su alma omnipresente y omnipotente, derramaba lágrimas de sangre por la pena infinita de amar a los hombres y mujeres de todos los tiempos. Lloraba porque sabía cuan grande era el sufrimiento que sentían los hijos, los padres, los hermanos y los amigos traicionándose a sí mismos y entre ellos. Lloraba por la cobardía de éstos, por la falta de respeto a la creación divina. Lloraba por el desamor, la infidelidad, el materialismo furibundo, que empobrecía el alma de los hombres y las mujeres. Lloraba por la toxicidad y el vicio que distorsionaban los genes de las futuras generaciones, lloraba por la tibieza y laxitud de los que esperaban infructuosamente el maná del cielo. Lloraba por el freno a la evolución de los que no comparten amor ni conocimientos, lloraba porque sabía que todos íbamos a morir llorando a causa de nuestra propia pusilanimidad. Lloraba, lloraba y entendió que para que lo comprendiéramos debía subir a la Cruz. Poseía una tristeza infinita porque oía con el sentido eterno, las burlas, el escepticismo, la torpeza de cuestionar su santa identidad, la soberbia de los que hoy todavía somos sepulcros blanqueados y lo tildamos de victimista y teatrero. ¡Danzad, danzad ¡malditos! (título de una obra maestra del celuloide) Seguid en la salsa de la tibieza y la mediocridad. Jesús lloraba por las ovejas de su rebaño que perdería para siempre en la tétrica noche de los tiempos. Y hoy en el retrógrado siglo XXI, sigue llorando.
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