
Aquella mujer de ojos bondadosos y más tarde el hombre bueno de sotana azul noche, lanzaron al aire las palabras mágicas. «Dios nos habla, pero no sabemos escucharlo». En mi caso yo nunca he sabido escucharlo, pero hace que me caiga de la moto y tras el golpe, me hace reflexionar, me obliga a recibir la bosta de vaca en la cabeza, o el apretón de manos que yo no esperaba, me hace concebir paraísos y me enfoca panorámicas y horizontes nuevos, me llena de amoroso afecto por un montón de cosas que me hacen feliz. A veces me ayuda a traducir los rictus y muecas de la «turba» que diría Séneca. Me habla Dios tercamente, como si me obligara a ponerle atención. Me presenta situaciones, que a diario, se me imponen como prueba, a ver si continúo siendo sensible a los pajaritos ruiseñores que se me acercan tiernamente, para probarme si sigo viéndolo a Él, a Jesús, y evocarlo, con la repetición de la famosa frase: «Lo que hicieres a otros, a mí me lo haréis». Me quita el miedo y me lanza a la vorágine, para que yo me conozca cada día un poco más. Me introduce en el tobogán y me hace concebir el vértigo de la experiencia novedosa, en la cual me reconozco como mosquetero sin espada, rompiendo la maleza y purificando mi rebelde corazón. Él me habla y que se jodan los que se niegan a aprender como hay que escucharlo. Los hechos hablan, pero todos los días quiero aprender a interpretarlos, para oír los susurros de su omnipotente voz y humildemente, percibir la terapia pedagógica, que inmensamente inteligente, me traslada con su telegrama en morse, un pequeño ruido elemental para mi limitado entendimiento.
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