
Es la mano que señala la hora en el reloj, y la que mueve nuestro código secreto. Se posa sobre nuestros ojos, a modo de venda que nos mantiene inocentes, sólo deja ver, como en la ventanilla del tren, lo que sucede ante nuestro paso por la vida. Ella, la vida, puede ser distinta en cada kilómetro, unas veces son verdes parajes, otras los residuos de la destrucción, derrumbes y violencia. Acompañados o no, ella, la mano que nadie ve, ya dispone la oferta de experiencias a elegir, aunque pareciera que estén en el destino, marcan la bondad de nuestras acciones y señalan la senda de nuestra evolución. Nos toma del brazo de manera invisible y nos da un paseo por el patio, enseñándonos todos los peligros a los cuales no debemos enfrentarnos, y si se aleja, siente más que nosotros mismos los tropezones que nos damos, pero acude, porque es necesario, a secar nuestras lágrimas y masajear los moretones inflamados producto del error y la escasez de sabiduría acumulada. Pero sigue siendo ella, la mano, quien lleva la brújula y la linterna, señalando los karmas que aún nos quedan por superar. Y cuando intuye que sobreviene un stop nos avisa de antemano y nos marea un poco con zalamerías, para que parezca que la vida vale la pena y que tenemos la libertad suficiente y al llegar al final, ella lo sabe mucho antes y desconecta, como si de una eutanasia se tratara y de nuevo nos lleva hacia la potente luz que nos va a recibir. Pero esta mano no es para asírsela a todos. Es un verdadero lujo en las prestaciones del viaje de primera clase. Sólo se presenta a los espíritus blancos.
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