No está por demás que nos observemos un poco, más bien para adentrarnos en el conocimiento del yo. Recuerdo que me hacían la señal de stop, con la mano abierta, cuando me veían llegar con 9 años a la tienda de víveres que existía en mi barrio. Yo iba rápida y con el papelito de la lista que me daba mi madre. Los tenderos, uno de ellos con los ojos a medio abrir, el puro baboso colgando de sus labios belfos y un bolígrafo de plástico de los más baratos, estaba haciéndole la suma a la señora que había pedido huevos, plátanos y ñame, y que por cierto, ella no quería terminar, pues con las orejas como abanicos, esperaba los chismes del día, a media sonrisa, qué si este está encamado, qué si la otra entró en la casa de madrugada… etc. ¡Claro!, no había internet, el bueno del hombre no tenía calculadora, pero ¡qué bien sumaba! y que bien dejaba suspendido el bolígrafo trabado en la oreja derecha. En medio de todo esto llegaba yo, interrumpía el aplatanamiento dirigiéndome a la hermana de Manolo el palmero, que estaba despachando a la feliz y lenta señora, vestida de bata y zapatillas de levantar…Yo le decía: ¡Pilar! ¡Pilar! 6 huevos, una lata de leche condensada, una botella de zotal, un puñado de manises y 200 gramos de jamón cocido. ¡ah! y un pan sobado ¡ah! y un bollo de leche, que después vengo a comprar el periódico. Y es que en esa tienda había de todo. Un cuarto de 4 x 4 metros, pero un garaje convertido en almacén y tapado con las cortinas de fideos de plástico de todos los colores. Y salía Pilar hacia mí y el hermano de reojo balbuceaba: ¡Tranquila Fifita, tranquila! (mi madre se llama Adolfina pero la llamaban cariñosamente Fifí) y luego a repetirle de nuevo todo a Pilar y a esperar…así y todo, yo salía antes que la señora, que no contenta con las novedades, esperaba que se llenara el espacio de otras buenas señoras, con más chismes que contar. Ahora, la vieja que hay en mí, llena de variados y reumáticos dolores, propios de la niñez de la tercera edad, corre más que el aparatoso bastón y he tenido que abandonarlo, aunque me gusta más ese trasto que a Antonio Gala los de su famosa colección. La vieja que hay en mí, practica lo que oí decir a las ancianas centenarias de la isla, ¡un trabajo descansa el otro y ¡ala! a correr, hasta que se me echen encima el atardecer luminoso, y luego el triste ocaso que me recuerda la melancólica mirada que pongo, recordando cuando bajaba las escaleras de cuatro en cuatro y mi falda lucía como la de una bailarina, dejando ver mis diminutos pies de niña de ciudad, canturreando fragmentos del rock más duro que te puedas imaginar. La niña no reparaba en su belleza y despreciaba los piropos que le brindaban a su paso los obreros de la construcción, que había en todas las calles de una ciudad que crecía a buen ritmo. Pero es que la vieja que hay en mí sigue teniendo la misma prisa y no repara en las críticas y peor aún, a la vieja que hay en mí, le importa un pito pasar desapercibida, pues sigo yendo muy deprisa, y aunque tenga reducida la movilidad, ya no salto los charcos, sino que me salpico y tengo que retroceder a limpiarme los zapatos, mucho más cómodos y con los tacones en el olvido, donde ya no se oyen los alegres sonidos, ni el claqueteo de mis pisadas, como cuando cruzaba los despachos de mi oficina, segura de mi misma, y con la alegría de la juventud. La niña que valoraba su tiempo y desechaba el ralentí, es similar a la vieja que ya voy siendo, que camina a trompicones, pero que hace mil cosas a la vez, en una carrera sin final hacia la otra dimensión, donde sin duda se juzgarán mis sacrificios de caperucita roja llevando la cesta a la abuelita y mis esfuerzos con los dolores de hoy, sin perder el espíritu servicial y disciplinado en los quehaceres del día, ante los que ninguna joven se me puede comparar en eficacia y esfuerzo personal.
radiogaroecadenase
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