
Hoy en el menú de los recuerdos, elijo mis paseos nocturnos bajo la luz de una Luna metalizada, en gris y plata de un verano más, donde sin expectativas, mi cuerpo y mi alma buscaban la recompensa de la música, preferentemente a partir de una percusión que alimenta unas venas saludables, donde la fuerza y el impulso se generan juntos desde un sentimiento que redime una semana esclava del reloj, de la monotonía y una muy pobre, muy pobre motivación. Y practicando a mi mente la amnesia total del tiempo tirado y estéril, consigo por fin el sonido letal de los tambores, y palos junto al metal, van enervando mi corazón hasta el punto de romper del todo una conducta de robot, en un sinfín de vaivenes inspirados en el mundo universal de los sonidos. Y aquí se crea un síndrome más, un escapar de adrenalinas nuevas, desenfrenadas que se funden con los creadores de letras, de armonías rítmicas y pausadas, explosivas e inéditas que me hacen pensar, si no será un trozo de galaxia, el que bajo el fragor de las luces y los espejos, me hacen olvidar mi propia identidad para llegar al mimetismo y difuminado mar de cuerpos, que bailan ebrios de sensualidad e interpretación de un presente que no termina de cristalizar, pues chocan nuestros impulsos, con los designios que aún no han sido revelados. Y revivo al fin unos rostros e imágenes que entre los focos de un gran plató, de discoteca de fin de semana, se me reflejan perfectos, aún en la melancolía de un abstracto deseo de realización personal, cuando la última ginebra diluida en un incierto jarabe de limón, cierra nuestros párpados y a duras penas traspasas el portal de tu casa, sintiendo la soledad del ascensor que te lleva de nuevo al lunes, paréntesis y muerte de un entierro espiritual, para cerrar el ciclo de una semana de residuo, de costumbre, de archivo y números escritos en un poema sin poesía y fechas grabadas en una carta sin mensaje. ¡Hasta el viernes!, mis mórbidos músculos vuelven de nuevo a invernar.
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