
Es una experiencia única, cuando la ciudad duerme a las cinco de la mañana. Sales con tu coche y no hay nadie. Es la hora de la muerte de toda actividad. Las luces están encendidas, los astros brillan igual que después de la media noche, sólo que han cambiado de sitio. Los bares no han abierto todavía y ya se rindieron los que pululan sin rumbo fijo, sociabilizándose con un poco o un mucho de alcohol. Los que discuten ya han callado. Los sonidos han dejado paso al canto del gallo, que se ha vuelto a dormir, pues ya entonó el kikirikí a las tres de la mañana, y se ha vuelto un poco vago porque es un ave del siglo XXI, Incluso los que tienen mala conciencia, caen rendidos a las cinco de la mañana. También es la hora de los que están acostumbrados a madrugar y se disponen a servir, reparten pan, hacen café, cambian el turno en los hospitales, se ponen el chándal para ir a caminar… Si sigues el paseo, caes en la cuenta de que casi todas las ventanas están sin luz. Las viejas del visillo aún no han tomado el control. A esa hora los jóvenes no han caído en la cuenta de que vendrá un día más de frustraciones. Se acostaron con ilusiones difuminadas y la creencia de que queda mucha vida por delante. Es la hora de hundirse en la almohada, cuando has tenido el último sueño del que te acuerdas y los sueños pesados, han dejado atrás algunos estertores, terminando las mantas en el suelo y se ha caído el móvil y el libro abierto en la alfombra. A las cinco, ni siquiera eres consciente de que tienes que ir al banco, coger el teléfono, resolver problemas económicos y esquivar a las personas molestas. Es la hora en que vas dejando a un lado el estrés que se diluye, pero queda en tu cuerpo la tensión que no se va, porque es crónica y por eso, decides que cuando salgas por la puerta a las ocho, vas a esquivar a todo bicho viviente, y disimularás que no te entran las fuerzas hasta las diez. Tengo debilidad de las cinco de la mañana.
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