
Hoy vino el mirlo de siempre a graznar, diminutamente. Ellos graznan en pequeño a menos decibelios que los cuervos, y lo hacen cuando están enfadados. Vino a mi ventana cuando ni siquiera asomaban los rayos del Sol. Otra cosa es cuando usa la flauta de su gaznate y canta. Sí, grazna cuando se enfada, posiblemente a un rival, pues por aquí ya empezó para mí la primavera. En cada sonido gutural de protesta, hago yo lo mismo. Después de escucharlo atentamente, he refunfuñado con él hacia mi propia persona. ¿Cómo tengo tanto aguante con la mediocridad de la serpiente que muda continuamente su piel de rastrera y sibilante? ¿Cómo no me he alejado de la tenaza constante de su fuerza y del veneno cruel que utiliza parta noquearme? Definitivamente, ha venido el mirlo a despertarme mi capacidad de cabrearme, pues he tenido latente y medio olvidado, ese instinto de conservación, que archivé cuando se operaron en mí ciertos indicios de un salto generacional hacia la evolución angelical de un incierto futuro de apariencia aleatoria, el cual me impide aplicar el sentido práctico de la indiferencia y el desprecio. ¡Gracias mirlo! ¡hasta mañana, que vuelvas a tentarme con tus preciosas filosofías de pico rojo y gabardina negra azulada. ¡Gracias mirlo, me has inspirado tú y la primavera, que para mí acaba de comenzar.
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