
Cuando era una niña, mi espíritu vagaba de persona en persona, empapándome de sus afectos, de sus habilidades, de su inteligencia. Viajé para degustar la gastronomía de mis abuelas en sus casas, de cocina en cocina, me escondía, para ver el ejército de empleadas del hogar, picando enormes manojos de perejil y llorando con la cebolla. Mi otra abuela, cocinaba ella sola, comidas sencillas pero bien templadas. Revoloteé entre cada sentimiento de identificación con los representantes de mis cuatro apellidos. Paseé en sus coches, disfruté en sus casas de veraneo y hasta presentí entre sus muros, llorones por la humedad, de sus éxitos y frustraciones. A través de mis cartas y postales, visité suramérica. Palpé las nuevas culturas de los trópicos, y las añejas, de una Europa señalada en cada clase, a las cuatro, cuando la profesora con un palo de madera, muy fino en la punta, iba apuntando en los mapas trabados en la enorme pizarra. Muy pronto, me adentré en los libros del conocimento humano, aprendí a no saltarme escalones y creo que forjé mi caracter con tropiezos, lágrimas y fuerza de voluntad. Cada tarde, trasladaba mi mirada a los pajarillos y gorriones, que subían a los alfeizares de las ventanas, para saltar desde allí, y hacer sus nidos en los bajantes que cruzaban, mimetizados con la misma pintura de las elegantes fachadas. En las altas copas de los tupidos ramajes, mis ojos descubrían las mil tonalidades de la luz del sol, que a cada hora, atravesaban las hojas de manera distinta, derramando luces matutinas, intensas a mediodía y misteriosas en un ocaso lleno de ruidos, donde desde el patio conventual se oía saltar los grandes balones, que las niñas estallaban en el asfalto de la cancha, hasta que lograban encestar, el objetivo final después de la merienda. Y mi imaginación entró en los circos, en los cosos y fiestas de disfraces, en los rituales, procesiones y romerías multitudinarias. Disfruté de todo tipo de excursiones y terminé comiendo moras en los montes de mi isla natal donde frutos rojos, higos y ciruelas, me convertían en un mamífero omnívoro, que todo, con mi estraordinaria vitalidad, devoraba. Luego salté olas, bailé con la juventud en todas las ruidosas verbenas de verano, cerca de las piscinas, y de los faros de los muelles, cuya timida luz de la tarde se convertía en magnificencia a la hora del oscurecer muy cerquita del mar. , Seguí viajando en el mundo del blanco y negro y del tecnicolor, escaneando cada día, diferentes mundos que se exponían delante de mis intrépidas pupilas, ávidas de saber. Y así y así, continúo todavía, viajando sin tren, ni avión, ni barco. Pero creo que los que se pasan la vida acarreando maletas no son más felices que yo. Porque en esta vida lo interesante es captar todos los matices, oir todos los sonidos, y degustar todos los sabores, incluso más allá de lo perceptible. He escuchado todo tipo de recitales y conferencias, rechazando las que se componían de egos fatuos que daban el tostón, he percibido el verdadero arte de la pintura, rechazando también los infantiles rasgos de farsantes y pretenciosos. Recorrí fragmentos del mundo real, surqué los mares en barco, me trasladé en avión, en autobús, y pisé grandes catedrales, museos y ciudades legendarias. He palpado las moquetas de los hoteles bajo mis piés, visitado bastantes eventos, por el día y por la noche. Todo ello exento de lujos, que sólo despistan nuestra concentración y nos echan el alma a perder, no tengo la avidez del sibarita, y aunque he sido invitada a los mejores cocteles, self -service, buffets y caterings, he valorado igualmente los chiringuitos populares y los caldos calientes y azucarados al aire ibre cuando visité pueblos y ciudades durante la Navidad. Mi paladar es complejo, hecho para disfrutar todas las cosas buenas que la existencia nos sirve, a través de la capacidad para detectar todas las notas y matices de los buenos catadores y ante mí, siempre se ha abierto el gran abanico de éteres espirituosos, dulzones almíbares y manjares cotidianos que la naturaleza y la civilización ha tenido a bien ofrecerme. Puedo decir que he vivido, como decía Neruda, y lo he hecho sin forzar, sin demandar, sin manipular. Todo se me dio libremente sin que yo lo pidiera. Estoy agradecida por ello, pero lo que más me conmueve, es saber que desde mi mesa y mi ordenador, puedo seguir recorriendo los mundos de Dios, a toda hora, y a cada momento. ¿Se puede pedir más?.
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